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De nada sirve mirar para otro lado. Concurso Revista Zenda

DE NADA SIRVE MIRAR PARA OTRO LADO















Al abrir la puerta, un muro de aire pesado y falto de ventilación le golpeó el rostro. Era el olor denso y dulzón de la decadencia, una mezcla conocida de aire viciado, alcohol rancio y desesperación. Allí, en el suelo, yacía Pilar. Se acercó a ella con la familiaridad del que repite un ritual. Su ropa, empapada en orines y apestando a vino agrio, se aferraba a su cuerpo. Llamó a su marido, la voz apenas un murmullo que se perdía en el eco de la rutina. Tantas otras veces... Juntos la levantarían, la arrastrarían hasta la cama, ignorando el peso de su derrota. Mientras esperaba, mojó una toalla con agua fría y la puso sobre su frente. Pero esta vez no hubo el habitual gemido de protesta ni el parpadeo perezoso. La piel de Pilar estaba tan fría como la de un mármol, su tez lívida parecía haber robado el tono de la vida. La ausencia de un simple reflejo en sus ojos selló el presagio. Un escalofrío le recorrió la espalda. Marcó el número de urgencias. El hogar era un monumento al abandono. El incesante goteo de la cisterna, como un tic-tac morboso, se mezclaba con el murmullo de una televisión que emitía imágenes para nadie. Toallas sucias desparramadas sobre la bañera. Una bolsa de plástico en un rincón rebosando basura. En la cocina, los platos sin fregar se amontonaban en el fregadero. Sobre los fogones, una olla de caldo reposado, con círculos de grasa translúcida sobre su superficie, y una sartén manchada con los restos de algún refrito. En la mesa, una colección de botellas de vino barato, compañeras silenciosas de noches interminables. Y los ceniceros, como pequeñas tumbas, repletos de colillas. Pilar, que ahora yacía inerte, era el reflejo de ese mismo desorden. Su vida, como su casa, se había convertido en un caos de autoestimas rotas, relaciones frustradas y una salud resquebrajada. Era la imagen viva de un fracaso íntimo y profundo. La falta de estímulos en su familia, el abuso del alcohol, la habían convertido en una sombra de sí misma. Todo control se había perdido, borrado por las borracheras. Alguien le había dicho una vez que su alcoholismo era cosa de predisposición genética, una condena sin solución. Y ella, quizás porque le convenía creerlo, se aferró a esa idea. Ni ella ni nadie de su entorno, ni su familia, buscó una salida. La dejaron caer en el abismo. Estaba inconsciente cuando se la llevaron, un peso inanimado en la camilla de los sanitarios. Y en ese instante, el silencio que llenó la casa tras su partida se pobló de culpabilidad. El peso de no haber hecho nada para detener su deterioro, de haber esquivado el deber moral de la familia. De haber optado por el silencio y mirar hacia otro lado, ocupados en llenar los propios vacíos existenciales. Pilar, tampoco aceptó ayuda, pero ¿cuánto se la ofrecieron de verdad? La veían caminar por el filo del abismo y hoy, finalmente, se había precipitado hacia el vacío, arrastrada por todos en su caída.

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 DESATENCIÓN
Relato presentado a Concurso de Zenda 

Al abrir la puerta, la estancia despedía un olor denso de aire caliente y falto de ventilación.  En el suelo, su hermana, Beatriz.  Se acercó a ella.  Observó su ropa empapada en orines y apestando a vino. Llamó a su marido para que la ayudara a levantarla, como tantas otras veces; mientras, mojó una toalla que puso sobre su frente para despertarla. En esta ocasión no reaccionó. Su tez cérea, su piel fría y la falta de reflejos auguraban un mal presagio. Abrió las ventanas para renovar el aire, pero ni una pizca de viento se hacía sentir en aquella atmósfera caliente de verano.  El desorden era manifiesto. El ruido de la cisterna perdiendo agua se mezclaba con el sonido de la televisión en marcha. Toallas sucias sobre la bañera y en un rincón del suelo una bolsa de plástico con residuos amontonados. En la cocina, los platos sin fregar. Sobre los fogones, una olla de caldo con lunas de grasa y en una sartén, restos de refritos. En la mesa, botellas vacías de vino barato y ceniceros repletos de colillas. Beatriz yacía en el suelo. Era la imagen del fracaso: autoestima baja, relaciones frustradas, mala salud, ambiente familiar sin estímulos y aquel abuso del alcohol con el que, desde hacía años, había escrito su decadencia.  Había perdido el control.  Alguien le dijo que el alcoholismo era cosa de predisposición genética y que no tenía solución, y nunca la buscó; ni siquiera su entorno más cercano hizo lo necesario para evitar su deterioro.  La familia eludió el deber moral, optando por callar y mirar hacia otro lado. Cada uno ocupado en sus propios vacíos existenciales. Por eso Beatriz siguió caminando por el filo del abismo hasta que ese día se precipitó sin retorno.

 

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