De nada sirve mirar para otro lado

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DE NADA SIRVE MIRAR PARA OTRO LADO

Al abrir la puerta la estancia despedía un olor denso de aire caliente y falto de ventilación. Allí, en el suelo, estaba Elena.

Se acercó a ella y observó su ropa empapada en orines y apestando a vino.

Llamó a su marido para que la ayudara a levantarla, como tantas otras veces. Mientras, mojó una toalla que puso sobre su frente para despertarla. En esta ocasión no reaccionó. Su tez cérea, su piel 
fría y la falta de reflejos, auguraban un mal presagio. 


Llamó a urgencias.

El desorden era manifiesto. El ruido de la cisterna perdiendo agua se mezclaba con el sonido de la televisión en marcha. Toallas sucias sobre la bañera y en un rincón del suelo una bolsa de plástico con residuos amontonados. En la cocina los platos sin fregar. Sobre los fogones una olla de caldo con lunas de grasa en la superficie y una sartén con restos de refritos. En la mesa, botellas vacías de vino barato. Los ceniceros repletos de colillas.

Ella, que ahora yacía en el suelo, era la imagen del fracaso: autoestima baja, relaciones frustradas, mala salud, ambiente familiar sin estímulos y el abuso del alcohol con el que, desde hacía años, había escrito su decadencia. Todo control estaba perdido.
Alguien le dijo en alguna ocasión que el alcoholismo era cosa de predisposición genética y que por eso no tenía solución. Tampoco la buscó. Ni ella ni nadie de su entorno más cercano.
Estaba inconsciente cuando se la llevaron.

Sobrevienen los instantes de sentir el peso de la culpabilidad por no haber hecho nada para evitar su deterioro, por haber eludido el deber moral, como familia y no poner soluciones, por haber optado por callar y mirar hacia otro lado egoístamente, ocupándose de los propios vacíos existenciales de cada uno.  Elena nunca aceptó ayuda. El resto de su familia la veían caminar en el filo del abismo y hoy, desde ese filo se ha precipitado hacia el vacío.

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Relato presentado a Concurso de Zenda con el título: DESATENCION 

 Al abrir la puerta la estancia despedía un olor denso de aire caliente y falto de ventilación.  En el suelo, su hermana, Beatriz.  Se acercó a ella.  Observó su ropa empapada en orines y apestando a vino. Llamó a su marido para que la ayudara a levantarla, como tantas otras veces, mientras, mojó una toalla que puso sobre su frente para despertarla. En esta ocasión no reaccionó. Su tez cérea, su piel fría y la falta de reflejos auguraban un mal presagio. Abrió las ventanas para renovar el aire, pero ni una pizca de viento se hacía sentir en aquella atmósfera caliente de verano.  El desorden era manifiesto. El ruido de la cisterna perdiendo agua se mezclaba con el sonido de la televisión en marcha. Toallas sucias sobre la bañera y en un rincón del suelo una bolsa de plástico con residuos amontonados. En la cocina los platos sin fregar. Sobre los fogones una olla de caldo con lunas de grasa y en una sartén restos de refritos. En la mesa, botellas vacías de vino barato y ceniceros repletos de colillas. Beatriz yacía en el suelo. Era la imagen del fracaso: autoestima baja, relaciones frustradas, mala salud, ambiente familiar sin estímulos y aquel abuso del alcohol con el que, desde hacía años, había escrito su decadencia.  Había perdido el control.  Alguien le dijo que el alcoholismo era cosa de predisposición genética y que no tenía solución, y nunca la buscó, ni siquiera su entorno más cercano hizo lo necesario para evitar su deterioro.  La familia eludió el deber moral, optando por callar y mirar hacia otro lado. Cada uno ocupado en sus propios vacíos existenciales. Por eso Beatriz siguió caminando por el filo del abismo hasta que ese día se precipitó sin retorno.


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