Ir al contenido principal

Mis 72 años en imágenes La niña de las gafitas Siempre quise ser artista

72 AÑOS EN IMÁGENES. BREVE RECORRIDO DE UNA VIDA

Las fotos descansan como estaciones en un álbum invisible. La primera guarda mi infancia: una mirada grande, como si el mundo aún no supiera su propio tamaño. En Guinea donde nací y en brazos de mi padre. Una foto que me despierta mucha ternura. 

En otra con mi pelo rizado, me chupo el dedo como si probara la dulzura de la vida, antes de enfrentarme a su amargura. La luz sobre mi rostro no pertenece a este planeta, sino a un amanecer que seguirá iluminando otros tantos.

Las otras en brazos de mis padres, en Madrid y en la playa de Vilanova y La Geltrú, de donde mi madre es oriunda y veníamos a ver a su familia.

Después ya empecé a caminar. Mis rodillas llevan marcas pequeñas, testigos de juegos, y mi sonrisa todavía ignoraba las palabras “mañana” y “ayer”.

Otras fotografías tienen la gravedad de la adolescencia: ojos que aprenden a preguntar, labios que aprenden a callar. El fondo parece más difuso que yo, como si la cámara supiera que lo importante estaba en la revolución de mi piel y en el incendio de mis dudas.

En la edad adulta joven: hombros que se erigen, gestos de conquista en cada arruga incipiente. 

Las fotos no solo retratan, sino que también declaran: “Aquí estoy, contra el mundo”. 

Me gusta la broma, me gusta la risa, me gusta que en el rostro se refleje felicidad.

Hubo un tiempo en que mis manos no eran solo manos, sino pájaros sobre las cuerdas de una guitarra. Cada acorde era un concierte que iluminaba habitaciones, fiestas, y silencios. La guitarra descansaba en mi regazo como si siempre me hubiera estado esperando, y yo le daba voz al eco de lo que no podía decirse. Miraba a un futuro que sonaba a promesa. La música para mí fue como refugio y como un arma. Allí estaba, artista, lo que siempre quise ser, afinando la vida para que el tiempo, por un instante, también aprendiera a cantar.

Más tarde, en otras imágenes, el brillo ya se empieza a mezclar con el cansancio. La risa es más breve, pero más sincera. Cada trazo en el rostro cuenta un secreto, cada sombra en los ojos sabe de esperas y renuncias. El tiempo, invisible en la primera foto, ahora firma con tinta indeleble.

Y casi al final llega una foto imaginada donde un filtro suaviza los surcos de mi rostro. En blanco y negro y en color, como la vida misma: hecha de claros y sombras, pero siempre guardando en su contraste la verdad luminosa de lo vivido.

Y en la última foto de este breve recorrido, la lente se queda en blanco, como si ya no hubiera película capaz de contenerme. Porque el verdadero final del álbum no está en la imagen, sino en el espejo: donde el tiempo me devuelve la mirada.



















*********************

LA NIÑA DE LAS GAFITAS 

Relato presentado a Concurso de relatos de #Historiasdepadres Organiza Zenda


Corría el año 1945 cuando un joven recién casado inició su vida en común con la mujer a la que amaba, viajando hacia un nuevo continente para llenarse de experiencias en Bata, la capital de la entonces llamada Guinea Española.
En el puerto de Barcelona embarcaron en el buque español “Domine”, de la Compañía Transmediterránea, que hacía la travesía de la línea del golfo de Guinea. Navegaron durante veintisiete días, haciendo escala en Valencia y recalando en Cádiz, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Monrovia, Lagos, Santa Isabel hasta llegar a Bata, la capital.
Allí se establecieron en una de las primeras casas construidas con ladrillo. Hasta entonces las habituales de los indígenas eran de barro y techo de hojas de nipa. Habilitada con un generador de corriente eléctrica que causó tanto asombro entre los nativos, que, hechizados por el embrujo de la luz, todas las noches bailaban como un ritual, al ritmo del balele y al compás del tam-tán.La pareja construyó su historia familiar durante unos años en aquellas tierras. Allí nací y viví hasta que se presentaron unas deficiencias en mi salud. Arrastraba un síndrome de debilidad tras padecer el paludismo y, al no tolerar aquel clima tropical, mis padres se tuvieron que plantear el regreso a la Península.Y así fue.
Nos fuimos a vivir a Madrid.¿Quién le iba a decir a mi padre que había que empezar de nuevo? 
Cambio de ciudad, de casa, de trabajo. Una nueva vida. Las fiebres me ocasionaron desnutrición, y esta me afectó a la parte motora de los músculos oculares. Fui desarrollando un estrabismo. Sí, me quedé tuerta. Mientras un ojo miraba al norte, el otro, haciéndose el desentendido, miraba al este. Ahora, siendo setentona, quisiera tener la capacidad de esta tropía y mirar para otro lado, porque las cosas que veo de frente no me gustan.El tema de mi estrabismo se tenía que resolver a tiempo, no solo por la desviación manifiesta de la mirada, sino para no desarrollar una falta de visión en el ojo perezoso, por falta de uso. Prevenir la ambliopía y restaurar la visión binocular era el objetivo. Y así pasé un tiempo como una pirata, no por filibustera, sino por llevar el ojo bueno tapado con un parche, y el ojo malo entrenando cada día para no perder agudeza visual.¿Quién le iba a decir a esa niña de cuatro años que tenía un ojo vago, que debía aguantar el trasiego de tapa y destapa de parches, para que al final de tanto estímulo acabara teniendo un ojo malo y sin visión?Con cinco años, en 1957, viajamos a Barcelona para que el cirujano oftalmólogo interviniera quirúrgicamente mi ojo bizco. Todo fue bien, tal como estaba previsto. Devolvió el paralelismo a mis ojos. Llevé gafas para corregir la merma de visión de mi ojo vago.Y con ellas mi padre me fotografió. Era Semana Santa. Estrenaba un vestido a cuadros con falda plisada confeccionado por mi madre. En una mano lucía la palma, que según la tradición había que llevar a bendecir a la iglesia. Con gafas, pelo corto y un flequillo de corte recto, no parecía contenta en aquella foto. No recuerdo nada de aquel día. Tal vez estaba contrariada por no entender que en Domingo de Ramos se tuviera que ir a una procesión y a una misa a bendecir una filigrana de palma que me acababan de comprar y que días después tenía que ser quemada para convertirla en cenizas.
En el año 90, murió mi padre.¿Quién me iba a decir que encontraría aquella foto escondida en su cartera?La había llevado consigo toda la vida.Una imagen en blanco y negro a la que le tengo cariño. Siempre que la miro siento la magia que él tenía, la que transforma mi rostro triste por otro que luce una sonrisa, la que siempre me regaló cada vez que me miraba.

**********

En Bollullos del Condado (Huelva)
















En las redes hay quien, al ver esta foto-montaje,  
se pasó de imprudente: Insinuaciones Inocentada








en 2018

en 2019

SIEMPRE QUISE SER ARTISTA Relato de fantasía.

Por las noches me voy con Mozart. Es un placer tocar con él: a cuatro manos nos regalamos sonatas, minuetos y fantasías, un festín de notas con el que disfruto intensamente. Ayer, en los pasillos del cosmos, me encontré con mi padre. Nos dimos un abrazo fuerte; sentí la calidez de su beso. Llevaba aún en el bolsillo de su americana la misma foto que le hallé en la cartera el día que murió. Me emocioné de nuevo. Era una foto mía de niña, en blanco y negro, sosteniendo una palma con la mano izquierda, quizá justo antes de bendecirla en Semana Santa. Recién operada de estrabismo, llevaba aquellas gafas de gruesos cristales. Tal vez fuera un domingo de Ramos y acabaran de quitarme el parche que alternaban en mis ojos para ejercitar mi vista vaga. 
A mi padre aquella foto siempre le pareció tierna; a mí, en cambio, me parecía horrorosa. Pero desde que la encontré en su cartera, impregnada de él, cerca de su corazón, aprendí a quererla como nunca. 
Hoy vendrá al auditorio. Sabrá que, por fin, soy artista. Que sigo cantando, que sigo siendo teatrera, que ensayo cuando me da la gana con mi maestro y que ahora soy concertista de una compañía de pingüinos elegantes —porque vestimos de frac en los conciertos—. En esta dimensión no necesito ocultarle nada, como cuando era adolescente. Entonces le engañaba escapándome con mis amigos, los músicos, porque él no quería que fuera una “niña de conjunto”, como llamaba a mi afición por cantar. 
De joven necesitaba volar y no pude. Ahora que puedo, ya no quiero. 
Me basta elevarme en sueños, acompañada de mi fantasía. Con eso tengo bastante.








En el año 2010 una caída me fracturó la espalda y detuvo mi movilidad. En ese mismo giro de la vida dejé de fumar y mi cuerpo ganó 20 kilos.
Como si cada cambio viniera acompañado de su propio peso.







2025
 
En enero de 2025, el calendario se abrió con una herida: un pecho quedó en el recuerdo, arrancado por la sombra del cáncer. La cicatriz se dibuja en mi piel como un mapa nuevo, un surco donde antes hubo plenitud. No es ausencia, sino testimonio: la marca ardiente de una batalla ganada. He dejado atrás la mitad de un paisaje, pero conservo intacto el horizonte. En cada respiración siento la certeza de que la vida aún me quiere de pie. Y aunque me falta un pecho, me sobra esperanza.

Comentarios