CUANDO LOS RECUERDOS SE DESVANECEN Y NOSTALGIAS DE NUESTRA RADIO
CUANDO LOS RECUERDOS SE DESVANECEN
Mis cuatro hijas bailaban al compás de la música de su emisora preferida; cantaban felices el anuncio de aquel negrito del África tropical del que se sabían toda la letra. Por las tardes, mientras yo cosía y escuchaba mi programa favorito, ellas hacían los deberes y se ayudaban unas a otras. Cuando llegaba su padre, todos callábamos a la hora en punto, para escuchar los boletines oficiales de las noticias de actualidad en Radio España de Barcelona.
La radio llenaba nuestra vida.
Hoy es lo único que me queda.
En mi mesilla de noche, antes de acostarme, giro el botón y sintonizo las emisoras. Las escucho. No las reconozco. No encuentro a Elena Francis, ni a Ama Rosa con la voz melodiosa de Juana Ginzo, ni oigo a mis hijas cantar el anuncio del Cola Cao, ni los boletines que escuchaba mi marido…
— ¡Señora, señora! Apague la radio de una vez. Deje que le cambie el pañal y a dormir.
—¿Por qué me grita esta mujer vestida de blanco?
NOSTALGIAS DE NUESTRA RADIO
La recuerdo bailando al compás de la música que emitía su emisora preferida. Ponía la mesa al acabar de hacer la comida. El mantel se lo acercaba a su pecho, lo abrazaba y daba vueltas y vueltas, feliz con aquella improvisada pareja como si se tratara de un galán con traje a cuadros.
Iba colocando sobre la mesa los platos, los cubiertos, los vasos, al ritmo de las canciones.
Mi madre era feliz con la radio. Le regalaba momentos inolvidables.
Para nosotros, sentarse a la mesa a comer tenía matices festivos. Se respiraba un ambiente alegre con algún que otro guirigay en el rincón de los más pequeños, que eran inquietos y, entre patadas y gritos, se pasaban por alto las normas elementales de urbanidad.
Papá comía precipitado, como si alguien tuviera que venir a llevarse su ración. Disfrutaba con todo. Reconocía que mamá era una gran cocinera, que sabía sacar partido incluso con los ingredientes más sencillos.
Ella tenía sus secretos de cocina y con dedicación mimaba los alimentos hasta darles el punto exquisito para complacer nuestro paladar exigente.
Y de fondo la radio, testigo de nuestras vivencias familiares y centro de atención de nuestra casa.
Por la tarde, mamá cosía mientras escuchaba su programa. Me gustaba mirarla cuando ella no se daba cuenta: levantaba la cabeza, entornaba los ojos, afloraba en sus labios una leve sonrisa y suspiraba. ¿Cuáles serían sus pensamientos en aquellos instantes?
En otros momentos, la radio era conquistada por mi padre que, mandándonos callar, acercaba su oído con atención a la hora en punto, cuando daban los boletines oficiales de actualidad en Radio España de Barcelona.
Y a nosotros la radio nos hacía felices con el anuncio del "negrito del Cola Cao", que cantábamos juntos.
Un día, la tragedia impregnó las ondas. La radio se hizo eco de la noticia que ocupó todas las portadas de los diarios. Un accidente aéreo sesgó la vida de mi familia.
Quedé en el más absoluto desamparo.
Han pasado muchos años y todavía conservo aquella radio.
En mi mesilla de noche y antes de acostarme, con gesto autómata, giro el botón y sintonizo las emisoras. Subo el volumen. Me quedo escuchando las melodías con las cuales intento trasladarme a los escenarios felices de mi infancia, pero no las reconozco, no son las mismas.
No encuentro aquella música mística que escuchábamos en los atardeceres de Semana Santa, cuando sentados en el comedor alrededor de la mesa, acabábamos rezando; no encuentro la emisora que mi madre escuchaba cada tarde, la de Elena Francis y de Ama Rosa, aquella voz melodiosa de Juana Ginzo, en los programas de Sautier Casaseca; no he oído nunca más mi anuncio preferido: yo soy aquel negritooooo, del África tropicaaaaal, que cultivando cantabaaaaa...
—¡Señora, señora! ¡Calle de una vez! Apague la radio, que ya es hora de estar en silencio.
Deje que le cambie el pañal y a dormir.
—¿Por qué me grita esta mujer vestida de blanco?
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