
CUANDO LOS RECUERDOS SE DESVANECEN Y NOSTALGIAS DE NUESTRA RADIO
“Las voces suaves mueren pero su música vibra aún en la memoria”.
Percy Bysshe Shelley
TextoPara losViernes creativos con la foto de Munemasa Takahashi
Mis hijas yacen como sombras difuminadas en mi nebuloso pensamiento. Me duele el vacío de su ausencia. A veces creo que solo vivo de recuerdos:
La radio era el centro de nuestra atención. Mis cuatro hijas bailaban al compás de la música de su emisora preferida; cantaban felices el anuncio de aquel negrito del África tropical del que se sabían toda la letra. Por las tardes, mientras yo cosía y escuchaba mi programa favorito, ellas hacían los deberes y se ayudaban unas a otras. Cuando llegaba su padre, todos callábamos a la hora en punto, para escuchar los boletines oficiales de las noticias de actualidad en Radio España de Barcelona.
La radio llenaba nuestra vida.
Hoy es lo único que me queda.
En mi mesilla de noche, antes de acostarme, giro el botón y sintonizo las emisoras. Las escucho. No las reconozco. No encuentro a Elena Francis, ni a Ama Rosa con la voz melodiosa de Juana Ginzo, ni oigo a mis hijas cantar el anuncio del Cola Cao, ni los boletines que escuchaba mi marido…
— ¡Señora, señora! Apague la radio de una vez. Deje que le cambie el pañal y a dormir.
—¿Por qué me grita esta mujer vestida de blanco?
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CUANDO LOS RECUERDOS SE DESVANECEN (VERSION 2)
Mis hijas yacen como sombras difuminadas en mi nebuloso pensamiento. Me duele el vacío de su ausencia, el hueco invisible que dejaron en el aire. A veces creo que solo vivo de recuerdos, de ecos antiguos que la mente rescata como hojas sueltas de un calendario que ya no existe.
La radio era el corazón de la casa, un sol pequeño que giraba sobre sí mismo llenando las estancias de vida.
Por las mañanas, mientras preparaba la comida, alguna de mis hijas bailaba al compás de su emisora preferida. Ponía la mesa abrazando el mantel contra el pecho y giraba feliz con aquella pareja de tela, como si bailara con un galán de traje a cuadros. Iba colocando los platos, los cubiertos, los vasos, siguiendo el ritmo alegre de las canciones que brotaban del aparato.
La radio era la música del alma, la voz que nos acompañaba sin pedir nada a cambio.
Por las tardes, mientras yo cosía, escuchaba mis programas favoritos y ellas hacían los deberes, ayudándose entre risas. A veces me detenía en silencio para observarlas: la luz de la ventana rozaba sus rostros, el hilo se enredaba en mis dedos, y el aire olía a juventud y a vida.
Cantaban el anuncio del negrito del África tropical, moviendo los labios con la inocencia de quien aún desconoce el peso del tiempo.
Cuando llegaba su padre, el bullicio se aquietaba. A la hora en punto, todos callábamos para escuchar los boletines oficiales en Radio España de Barcelona. Él, con gesto solemne, acercaba el oído al aparato. Nosotros permanecíamos atentos, como si las palabras que nacían de aquellas ondas fueran mensajes venidos de otro mundo.
A la hora de comer, la casa respiraba alegría. Las niñas hablaban, reían, se peleaban. En el rincón de los más pequeños reinaba el desorden feliz de la infancia. Su padre comía deprisa, disfrutando cada bocado, y repetía que yo era una gran cocinera, que sabía hacer magia con los ingredientes más humildes. Yo lo escuchaba en silencio, orgullosa, con el corazón lleno de ternura.
La radio, testigo invisible, nos miraba desde su rincón, registrando cada risa, cada palabra, cada silencio.
Pero un día, la tragedia atravesó las ondas. La radio se hizo eco de la noticia que quebró mi vida: un accidente aéreo. El sonido, que antes era hogar, se volvió vacío. Desde entonces, el silencio se instaló en la casa, pesado, inmenso, irreversible.
Han pasado muchos años y todavía conservo aquella radio.
En mi mesilla de noche, antes de acostarme, giro el botón y busco las emisoras. Subo el volumen. Escucho… pero no reconozco nada.
No encuentro a Elena Francis, ni a Ama Rosa con la voz melodiosa de Juana Ginzo, ni los boletines que escuchaba mi marido, ni las canciones que hacían bailar a mis hijas.
Solo hay voces extrañas, melodías que no me pertenecen, murmullos que se deshacen antes de llegarme.
A veces creo que la radio ya no transmite hacia fuera, sino hacia dentro: hacia ese lugar donde habitan los recuerdos, donde las voces que amé siguen hablándome en secreto.
—¡Señora, señora! Apague la radio de una vez. Deje que le cambie el pañal y a dormir.
—¿Por qué me grita esta mujer vestida de blanco?
Tal vez estoy soñando.
Tal vez sigo allí, en mi cocina, con mis hijas bailando alrededor, con mi marido escuchando las noticias, con la radio encendida y la vida latiendo en cada rincón.
Dicen que la memoria es una lámpara que parpadea: a veces ilumina el pasado, a veces lo apaga sin aviso.
Y en la penumbra que me queda, aún creo oír sus voces, mezcladas con el zumbido cálido de aquella radio que nunca dejó de acompañarme.
“La vejez no es el invierno de la vida, sino su atardecer más largo. Y en ese atardecer, la mente se confunde entre lo que fue y lo que aún sueña.”
— Anónimo
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