El Al Ándalus despierta hoy entre las brumas de Sevilla. Hierro y madera suspiran juntos. Inicio el recorrido como quien emprende un viaje hacia adentro y donde cada estación es una memoria dormida que despierta al nombrarla. Los vagones guardan ecos de otros tiempos. El sol se filtra por las ventanas y me acaricia el rostro. Afuera, los olivos se inclinan en hileras y los naranjos se mecen al compás del traqueteo. El aire huele a azahar. El tiempo fluye como un río que solo existe para mí. Este tren parece leer mis pensamientos.
Sevilla se despereza. La Giralda se alza y sus calles conservan voces de poetas y guitarras. Mi amado Antonio Gala escribió: “Lo malo no es que los sevillanos piensen que tienen la ciudad más bonita del mundo; lo peor es que puede que tengan hasta razón.” A mí me lo parece Córdoba.
El Guadalquivir refleja el cielo y mis sueños. La alegría luminosa del pueblo andaluz se respira en cada esquina. Cada guitarra es un corazón que late. Una voz que conozco, canta bajito: “Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa…” Siento que el Mediterráneo y el Guadalquivir se funden en mi pecho.
Córdoba, la sultana, susurra. Sus patios murmuran secretos a mi oido. Camino despacio por el Alcázar de los Reyes Cristianos y sus jardines guardan risas de siglos. Contemplo la Mezquita: una plegaria de piedra y luz, la llaman La Catedral, pero para mi es y será siempre "La Mezquita. En cada columna resuena la armonía de las culturas que se tocaron sin borrarse. La ciudad respira y celebra la vida al compás de un taconeo.
En Cádiz, el mar me envuelve. La ciudad exhala sal y claridad. El viento trae el eco de Pemán. Cierro los ojos y escucho al Atlántico, como si conociera mis desvelos. Siento la paciencia del pueblo gaditano. Su humor socarrón resiste incluso cuando el viento azota con fuerza sus calles.
Ronda se alza sobre acantilados como un sueño suspendido. Sus puentes —Puente Viejo, Puente Nuevo, Puente de San Miguel— custodian el paso del tiempo. La gente vive sobre abismos y mira de frente al vértigo. Desde lo alto, el paisaje se abre y toma aire limpio.
En Granada, la Alhambra detiene el tiempo. Lorca me acompaña: “Granada es un poema escrito sobre la piedra y el agua.” Lo siento mientras camino entre cipreses y sombras del Generalife y cuando subo al Mirador de San Nicolas, entonces su belleza no solo la contemplo, sino que la respiro, la bebo y la siento.
Cada ciudad es un verso. Cada calle, un poema para mis pasos. En todas late el carácter apasionado de su gente, la hospitalidad, la intensidad con que celebran la vida, como el flamenco , que se baila con el corazón y con mucha pasión.
Entre los vagones descubro un compartimento casi oculto. Sobre un asiento de terciopelo gastado, alguien ha olvidado un cuaderno. La tapa de cuero lleva grabadas unas iniciales borrosas: IGC.
Lo abro. Notas escritas a mano, fotos, fragmentos de viajes, nombres de pueblos, descripciones de paisajes que se confunden con los que veo pasar por la ventanilla. Leo palabras que hablan de la luz de Andalucía, de trenes que parten sin destino, de los silencios que dejan los adioses. Reconozco emociones familiares. Como si aquel viajero hubiera sentido lo mismo que yo. Como si fuera yo misma, repitiendo la ruta con distintos sueños. Cuando el tren se detiene en una estación sin nombre, dejo el cuaderno en su lugar. Quizá alguien más lo encuentre y descubra algo de sí mismo.
El sol cae despacio sobre los campos. La tarde se despide con la calma de quien ha vivido mucho. Comprendo que el Al Ándalus no recorre solo caminos, pueblos, ciudades, sino recuerdos. Los recuerdos de quienes, como yo, alguna vez miraron este paisaje y se sintieron parte de él.
El tren desaparece en el horizonte donde las vías se funden. No he viajado para llegar. He viajado para descubrir lo que soy. En este presente, Andalucía me acompaña.
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