Aquel año, pasamos todo el verano en el camping frente a la playa. Una noche, a finales de septiembre, nos despertó un repiqueteo de goterones que impactaban en la lona. La fuerza del agua llegó a ser tal que los canalillos dispuestos alrededor de la tienda para desaguar parecían riachuelos desbocados. La lona empapada perdía por momentos su capacidad impermeable y, en salpicaduras, empezaba a colar el agua al interior. La tormenta arreciaba. Se hacía imposible seguir allí y decidimos marcharnos. El limpiaparabrisas no drenaba la densa cortina de agua. Las luces se tornaron tenues y apenas iluminaban unos metros. El tráfico colapsado. Poco a poco, con aquella deficiente visibilidad, nos fuimos acercando a la ciudad. Aquella noche nos costó dormir tras la aventura inesperada, pero al menos quedamos al resguardo de un techo. La mañana siguiente despertó despejada. El ambiente fresco. El cielo lucía de radiante azul. Si no fuera por los charcos que se habían formado en las aceras, alguna rama de árbol rota en el asfalto o restos de hojas caídas por todo el suelo, mirando al cielo, nadie hubiera adivinado aquella aventura en el preámbulo. Regresamos al camping. Ese día fue el fin de nuestra estancia.
LA TORMENTA ARRASÓ
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