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Impacto inoportuno

IMPACTO INOPORTUNO

Temprano aquella mañana, cuando el mundo aún bostezaba y el sol acariciaba apenas la línea del horizonte, fui al mar, mi escondite secreto, a nadar antes de que la multitud lo transformara en alfombra humana de agosto. La ciudad estaba cerca, ruidosa y despierta, pero yo flotaba en un silencio líquido, donde cada ola susurraba historias antiguas y cada reflejo de luz pintaba un lienzo diferente.
Me sentía dueña de aquel instante: el mar me daba paz, el sol me insuflaba energía. Al amanecer y al atardecer, el agua era un espejo roto de tonos imposibles, un espectáculo que nadie más parecía notar. Semi-sentada sobre mi toalla, un golpe traicionero en el ojo me arrancó del ensueño: punzada de dolor, chispa de alarma.
Pensé en arena levantada por la brisa, en pequeñas partículas danzando como hadas traviesas, pero no fue así. Me sumergí en el mar con los ojos abiertos, buscando que el agua arrastrara la molestia. Nada la calmó.
Por la tarde llegó mi amiga, mensajera de la realidad:
—Tienes este ojo muy mal, veo criaturas que se deslizan por la órbita. Urgencias, ya. Mantén los ojos cerrados; es lo único que te calmará mientras esperamos.
—¿Ha estado usted en el campo?
—No, pero sí en la playa.
—Entonces fue una mosca. Y en el golpe, le ha dejado un regalo indeseado: huevos. Una infección grave que hay que tratar de inmediato.
Y yo, con un humor negro que no se contagiaba del miedo: hay enfrentamientos con huevos, es decir, “de cojones”… y a mí se me cagó una mosca.
El mar seguía allí, indiferente, azul y eterno. Yo, humana, pequeñísima, víctima de la ironía más literal que la naturaleza podía ofrecer.

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