Relato basado en un hecho real.
Un año más en Venecia.
Ernesto había sido mi mejor amigo. Nos defendíamos a muerte y sabíamos guardar secretos. Una mañana, se escapó con Ariadna, la joven italiana más guapa, de la que yo estaba enamorado. Me quedé enquistado en un vacío. Desairado.
Supe que vivían en Venecia, que Ernesto regentaba uno de los hoteles propiedad de la familia de ella y que eran felices.
Me convertí en el hombre descreído y libertino que soy: Giacomo Casanova.
Una mañana, en el Palacio de Congresos de Turín, me reencontré con él. Retomamos el hilo de nuestra relación.
No paró de repetirme que había quedado en deuda conmigo. Ante su insistencia, accedí a su invitación de ir a Venecia por carnavales. Volver a ver a Ariadna era razón suficiente para decir que sí.
En el hotel se encargó personalmente de todo.
Me instaló en la suite Royal Dux. Con sus amplios ventanales de vitrales artísticos, podía contemplar el rielar de la luna sobre las aguas del Gran Canal.
En el Donatello el ambiente era festivo. Trasiego de gentes portando vestidos de seda, tafetanes dorados, escarlatas y plateados, enaguas vaporosas, lentejuelas, y máscaras de gran belleza. A todo lujo para la fiesta de Carnaval.
Al regresar de los baños termales, encontré en mi habitación, una botella fría de Prosecco y frutas tropicales. Y una tarjeta que decía:
“Feliz estancia amigo. Todo acaba de empezar. Disfruta hasta el delirio”.
Me pareció curiosa y estimulante.
En la cafetería Florián y bajo los soportales de la Plaza de San Marcos estuve escuchando un concierto de piano. Llegada la noche me vestí de frac y con mi rostro oculto tras una máscara, me dirigí al salón Delicatesen. Atravesé la sala principal bajo lámparas de cristal de Murano, sobre suelos de roble alfombrados, entre columnas de mármol, espejos, muebles isabelinos y paredes forradas de arte.
Al entrar al salón, Ernesto y Ariadna me esperaban. Tomamos unas copas antes de que se retiraran a ejercer de anfitriones.
La sensación al verla a ella, fue indescriptible. Las miradas que cruzamos hablaron por si solas.
Mientras saboreaba unas deliciosas fritelles venezianes, se me acercó una mujer. No reconocí su cara tras la máscara. Entablamos conversación.
Bailamos, girando en torbellinos de donaire. Arrogantes. Con el alcohol, la música y la cercanía de nuestros cuerpos, colmados de pasión, nos retiramos al privado. Ella, me impuso la condición de no desvelar su identidad. Acepté.
Mis manos en sus turgentes senos, el sabor de su sexo y aquellos ojos de intenso azul, enmarcados por la máscara de marabú, era la imagen tatuada en mi memoria, pero cumplí mi palabra de honor y no descubrí su rostro.
La lascivia nos envolvió.
Me quedé adormilado y al despertar ella había desaparecido.
Ernesto, por carnavales, cada año me recibe con idéntica atención. Ella aparece con su máscara, solícita y complaciente. Él nunca comenta nada. Tampoco sabe que yo lo sé.
Ambos conservamos la misma cualidad:la discreción.
Supe que vivían en Venecia, que Ernesto regentaba uno de los hoteles propiedad de la familia de ella y que eran felices.
Me convertí en el hombre descreído y libertino que soy: Giacomo Casanova.
Una mañana, en el Palacio de Congresos de Turín, me reencontré con él. Retomamos el hilo de nuestra relación.
No paró de repetirme que había quedado en deuda conmigo. Ante su insistencia, accedí a su invitación de ir a Venecia por carnavales. Volver a ver a Ariadna era razón suficiente para decir que sí.
En el hotel se encargó personalmente de todo.
Me instaló en la suite Royal Dux. Con sus amplios ventanales de vitrales artísticos, podía contemplar el rielar de la luna sobre las aguas del Gran Canal.
En el Donatello el ambiente era festivo. Trasiego de gentes portando vestidos de seda, tafetanes dorados, escarlatas y plateados, enaguas vaporosas, lentejuelas, y máscaras de gran belleza. A todo lujo para la fiesta de Carnaval.
Al regresar de los baños termales, encontré en mi habitación, una botella fría de Prosecco y frutas tropicales. Y una tarjeta que decía:
“Feliz estancia amigo. Todo acaba de empezar. Disfruta hasta el delirio”.
Me pareció curiosa y estimulante.
En la cafetería Florián y bajo los soportales de la Plaza de San Marcos estuve escuchando un concierto de piano. Llegada la noche me vestí de frac y con mi rostro oculto tras una máscara, me dirigí al salón Delicatesen. Atravesé la sala principal bajo lámparas de cristal de Murano, sobre suelos de roble alfombrados, entre columnas de mármol, espejos, muebles isabelinos y paredes forradas de arte.
Al entrar al salón, Ernesto y Ariadna me esperaban. Tomamos unas copas antes de que se retiraran a ejercer de anfitriones.
La sensación al verla a ella, fue indescriptible. Las miradas que cruzamos hablaron por si solas.
Mientras saboreaba unas deliciosas fritelles venezianes, se me acercó una mujer. No reconocí su cara tras la máscara. Entablamos conversación.
Bailamos, girando en torbellinos de donaire. Arrogantes. Con el alcohol, la música y la cercanía de nuestros cuerpos, colmados de pasión, nos retiramos al privado. Ella, me impuso la condición de no desvelar su identidad. Acepté.
Mis manos en sus turgentes senos, el sabor de su sexo y aquellos ojos de intenso azul, enmarcados por la máscara de marabú, era la imagen tatuada en mi memoria, pero cumplí mi palabra de honor y no descubrí su rostro.
La lascivia nos envolvió.
Me quedé adormilado y al despertar ella había desaparecido.
Ernesto, por carnavales, cada año me recibe con idéntica atención. Ella aparece con su máscara, solícita y complaciente. Él nunca comenta nada. Tampoco sabe que yo lo sé.
Ambos conservamos la misma cualidad:la discreción.
Otra versión con el título MASCARADA EN EL MAJESTIC presentado con seudónimo en ESTA NOCHE TE CUENTO
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