CUIDADO CON LAS CASTAÑAS AMARGAS
A la fiesta de Halloween, tradición importada de Canadá, EE UU y Reino Unido (es por eso que no me gusta, porque aquí nos sobran raíces propias), el día de brujas, el 31 de octubre de este año, acudieron al teatro parental, a ver a mi madre, de teloneros, unos personajes variopintos: los auténticos. Esos a los que no les hace falta vestir ningún disfraz especial, porque ya llevan la máscara de hipócritas que les identifica en la propia figura que lucen y en sus actitudes. Una careta que ni con ácido sulfúrico se les caería.
Seres pertenecientes a la secta ocultista que practican magia negra. Ocultistas, porque tapan sus vergüenzas de puertas adentro y negra es su magia porque con ella lanzan sus hechizos demoníacos de puertas afuera. Y qué hechizos más burdos: en lugar de embrujar, intoxican; en lugar de hechizar, contaminan el aire como una cloaca abierta.
Ella, una bruja de pelo azabache, diente de oro y nariz verrugosa que con su voz de cazalla hace conjuros y tira el mal de ojo con palabras envenenadas. Una arpía de manual. Y él, un demonio fracasado, que ni la cola le funciona en sus encuentros carnales, que ha pasado a ser objeto subordinado y se arrastra en sus propias miserias. Un pobre diablo de saldo, un infierno en quiebra.
Calabazas es lo que se merecen. Las de la leyenda del irlandés Jack, de maldad extrema, que cuando murió no mereció descanso y su espíritu se vio obligado a vagar por el mundo por los siglos de los siglos. Amén. Vagabundos eternos, almas de desecho, así deberían ir ustedes, con su calabaza hueca alumbrando la nada.
Menos mal que en casa con mis amigos, que son mi familia, me lo he pasado mejor que nunca con boniatos, panellets, castañas y mistela de elaboración artesanal. Es decir, he celebrado la castañada lejos de la pilonga amarga de esos malignos jalovines. Y mientras ellos se creen protagonistas de una película barata, yo celebro la vida con los míos, con raíces, con calor, con la verdad.
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