EL PASADO QUE REGRESA
Que un perro faldero, un chucho sin raza ni dignidad, de esos que lamen la mano de su ama y se arrastran con la barriga pegada al suelo, se atreva a insultar a los débiles, es la definición más pura de la cobardía. No es valentía lo que lo mueve, es miseria, es ruindad. ¿Acaso ignora la podredumbre que respira en su propia casa, en su propia cama, bajo sus propias sábanas? Si tanto se envalentona con su ladrido hueco, habrá que recordarle que los perros falderos ladran mucho, pero muerden poco. Y cuando se les pisa el hocico, chillan como ratas.
Las cuatro letras que escupió su boca apestan a vómito rancio. Encajan mejor en ella, en su mujer: la mater amantísima de escaparate, la santa de pega, la esposa ejemplar que predica rectitud mientras juega en la sombra con cartas marcadas. Esa señora perfecta que, cuando se apagan las luces, se convierte en todo lo que niega.
Ignorante. Sí, usted, ignorante. Porque la vida tiene una costumbre infalible: el pasado siempre regresa. Regresa como un espectro que no sabe morir, como un veneno que no se extingue, como una herida mal cerrada que supura pus con los años. Y cuando regresa, arranca las caretas, destroza las apariencias, convierte las sospechas en certezas.
¿Sabe usted algo? El padre de aquella criatura nonata no era usted. Lo repito:no era usted. Ese hijo no nacido no habría llevado su sangre, sino la de otro. Fruto de esos amoríos furtivos y asquerosamente breves, pero lo bastante intensos como para grabar huellas imposibles de borrar. ¿Qué hubiera pasado si el niño hubiera llegado al mundo con pelo rizado y piel morena, en lugar de esa palidez heredada de sus “legítimos”? ¿Qué habría hecho entonces el gran esposo ejemplar? ¿Tragar saliva? ¿Mentir con la misma lengua con la que insulta?
Por suerte —sí, por suerte— aquel aborto “espontáneo” fue la coartada perfecta. Una liberación, un muro levantado para tapar la vergüenza. Pero no se engañe: lo tapado no desaparece, solo espera su turno. Y su turno ya llegó.
Usted, al lado de su lideresa, no es más que un perro pachón, un pelele sin pulso, un bufón de alcoba. Así que siga, siga, siga ladrando sin razón. DES-CA-BRI-TE-SE. Descábrítese como se descuelga un trapo viejo. Porque de cornudo y de cabrón lleva usted tatuada más historia de la que se atreve a reconocer.
IN ILLO TEMPORE. UN CABRÓN
Era una noche estrellada de luna llena, cuando la brisa marina se mezclaba con el olor a salitre y engañaba con sensaciones agradables, nada presagiaba que el veneno del pasado se abriría paso.
Me encontré con un viejo amigo, hospitalario como siempre, que nos invitó a sentarnos en la terraza de su restaurante en la Barceloneta. La cena transcurrió como tantas otras: platos deliciosos, vino generoso, postres dulces, café con hielo para templar el alma. La escena perfecta, casi pintada para la calma.
Después, él se unió a la sobremesa, como en los viejos tiempos, con licor frío y tarta de almendras. Conversamos sobre la vida, la familia, los hijos, el trabajo, la muerte… hasta que las copas, traicioneras, fueron aflojando su lengua y encendiendo su memoria. Entre risas y confidencias, empezaron a brotar nombres, anécdotas, amistades comunes, cenas de antaño bajo la misma luz de este barrio.
La ebriedad es peligrosa. Abre compuertas. Y en el fervor de su relato, se escapó algo más. Con gracia de viejo seductor, narró pasiones desatadas, encuentros clandestinos, historias de pieles ardientes. Detalles insignificantes para cualquiera, pero para mí fueron la llave de una caja cerrada hacía tiempo. Una casualidad en sus palabras, un descuido mínimo, y la verdad se descolgó como un puñal: aquella historia añeja de infidelidad, aquella cadena de citas furtivas, aquel aborto liberador.
Las piezas encajaron de golpe, como un rompecabezas macabro. Y en el centro de la escena apareció tu mujer, la que duerme contigo, la que se pasea con su disfraz de rectos principios, la que enarbola moralidad para maquillar las ruinas de vuestro matrimonio. La desmemoriada, la hipócrita, la que presume de virtud mientras apesta a mentira.
El pasado, tu pasado, regresó con violencia, escupiendo certezas donde antes solo había sospechas. Ya no eran dudas, ya no eran conjeturas. Ahora era verdad cruda, cortante, irrebatible.
Y entonces te imagine común espejo roto. Confirmé lo que siempre pensé: vivías engañado, fuiste un ciego, un cornudo complaciente. En definitiva, un cabrón.
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