CON R DE ROSA
En el corazón de nuestra terraza, donde el sol besa sus paredes, se alza un rosal de porte elegante. Sus ramas vestidas de verde, con espinas, se extienden ofreciendo abrazos. No es el tallo con sus espinas, lágrimas punzantes que son su escudo defensivo para proteger su propia integridad, ni las hojas lo que capta las miradas, sino sus flores carmesí aterciopeladas, de tal perfección que parecen esculpidas. Cada mañana despiertan adornadas de diamantes cuando las mima el rocío.
Su jardinera de manos curtidas y sonrisa de miel cuida cada rosa con una conexión especial, con delicadeza de no dañarse. El rosal es contraste. Lo riega, lo protege del viento y contempla sus flores con una mezcla de gozo y melancolía, consciente de que, al igual que otras cosas en la vida, su belleza es efímera. La rosa nace para ser admirada y no poseída. La belleza profunda se aprecia en el presente y deja huella en la memoria; no ha de ser permanente, sino intensa, para que perdure más allá de su marchitar. Como escribía Garcilaso, la vida es ese "breve pálpito" en la inmensidad del tiempo, un constante nacer y morir en cada instante.
El rosal observa a su protectora y le hace una promesa interior al eco de sus palabras amables y sus atenciones: mis rosas retornarán para ti en la siguiente primavera, y en otras, y otras, y otras... florecerán en tu corazón para siempre. Tu destino permanecerá vinculado al mío, aunque sea tan perecedero.
Yo contemplo a las dos… y me siento feliz.
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