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Abrazando el mar en Torrox

ABRAZANDO EL MAR EN TORROX

Me gusta garbear hasta la playa y dejar que mis pasos me lleven como hojas al viento… ilusión poética y mental, porque la realidad es que camino con dos bastones de senderismo para mantenerme en pie. Me gusta cuando mi mirada se encuentra con el mar. Me gusta la mañana clara, lavada por un levante fresco que arrastra la calima y deja el cielo con un azul casi insolente. Me gusta que el aire huela a sal y a jazmín como si la Axarquía entera respirara conmigo. Me gusta llevar una moleskine de tapas negras: cantera y refugio, memoria portátil donde deposito las ideas que afloran durante mis paseos y aguardan en silencio; las atrapo, una a una, como sardinas, típicas en la zona, que saltan de la barca al cuaderno."No se recuerdan los días, se recuerdan los instantes”, escribió Cesare Pavese.

Vuelvo a escribir cada día, aun sin saber por dónde empezar. Ahora el aire libre es mi maestra, como lo fueron hace años, Flavia Company, Raquel Miguez, Ginés Cutillas o Susana Camps, abre mi mente y la convierte en una esponja. Mi visión se desliza como un travelling pausado, deteniéndose en planos detalle: la arruga en una mano que se aferra, la sonrisa de una niña de ojos azules, el papá dando el biberón a su hijo o la sombra de un perro impaciente. Anoto esas imágenes para después, en el silencio escogido de mi estudio, convertirlas en palabras sobre la página en blanco de mi ordenador.

Cruzo la entrada del resort, complejo con piscinas que reflejan el cielo, con jardines de plantas gigantes, cuidadas hasta la perfección, donde, como turistas, descansamos en hamacas mientras el murmullo del mar nos llega como banda sonora lejana. Un regalo de vida, de cumpleaños, que nos invita a celebrar cada instante. Salimos a la avenida que desemboca en el paseo marítimo y caminamos en dirección al Faro de Torrox, centinela blanco que se alza entre piedras romanas y azulejos nuevos. Nos adentramos en callejuelas encaladas, donde las macetas rebosan geranios y buganvillas, y el murmullo de los vecinos se mezcla con el tintineo de cucharillas en los cafés, siempre repletos de gente.

El aire arrastra el aroma inconfundible de los espetos de sardinas que chisporrotean sobre la arena que brilla bajo el sol como un lienzo esperando historias. Una pareja entrada en años se coge de la mano —el amor no tiene edad—; unas jóvenes corren al ritmo de su música invisible; un muchacho pedalea en bicicleta como si la playa fuese toda suya; una madre y sus dos hijas avanzan en patines con sus gorras ladeadas, mientras un grupo de turistas se protege del sol con sombreros de paja comprados en el mercadillo o en "el chino" que está en todas partes.

Me adelanta una señora de edad avanzada que camina ligera, con paso seguro, como si no le doliera nada —yo, en cambio, siento cada articulación protestando—. Más adelante, unas mujeres de piel negra pasean con vestidos largos de telas vistosas, que se mecen al compás de la brisa, llenando de color el paseo y recordándome la alegría de lo sencillo.

Me coloco al lado de un abuelo que tira de la correa de su perro y lo reprende con cariño; de una madre que fuma mientras empuja un cochecito de niño —qué feos son los cochecitos de hoy en día— y persigue con la mirada al hijo mayor que corre tras una pelota. Un hombre con aire perdido rebusca entre papeleras; en un banco, un viejo dormita con un cartón de vino barato. Delante de mí, una joven distraída tropieza porque camina mirando el móvil: pertenece a esa nueva especie que ríe sola, habla sola, camina sola con los ojos pegados a una pantalla. —Una plaga, me digo, que ha cambiado las formas del silencio.

Ante mí, una pareja se besa con pasión, como si el Mediterráneo fuese testigo y cómplice. Dos mujeres sentadas frente a frente se miran, inmersas en su mundo melifluo, hecho de confidencias que no necesitan testigos. Las hamacas frente al chiringuito están ocupadas por cuerpos tendidos al sol, mientras al otro lado se alza la sierra de Almijara, recortada contra el cielo, como un telón de fondo que guarda siglos de historias.

Nos sentamos frente al mar. La playa de arena oscura y tibia bajo los pies, contrasta con el azul intenso del agua, como un lienzo en movimiento con el murmullo de las olas, ese rumor antiguo que acompaña y nunca se repite igual. A lo lejos, un pescador lanza su caña con paciencia de santo Job.

Con estas sensaciones, cuando llegue a casa, me pondré a escribir, probablemente uno de tantos relatos que pasará desapercibido, flotando como una botella en el océano, hasta acabar en una entrada de este blog, como la que hoy publico.

Porque el mar de ideas es tan inmenso…me siento afortunada. Como dijo Pessoa:“Navegar es necesario, vivir no lo es”Yo escribo para navegar


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Torrox ostenta el título de "Mejor Clima de Europa" desde 2008, según un estudio de MeteoGroup. Con una temperatura media anual de 18°C y más de 300 días de sol al año, su clima mediterráneo subtropical es ideal para disfrutar del aire libre.

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CUANDO MIRO EL MAR
Que la brisa marina disipe las palabras inútiles invasoras de la tranquilidad.
Que el agua apague los instantes encendidos por choques de soberbia y altivez.
Que el sol ilumine la amistad, sentimiento profundo, grande en el espíritu, sin medida en el tiempo.
Que este mar, bajo su horizonte, lleve la paz a todas las orillas.
En la roca me recuesto, para olvidar las heridas que aún duelen en silencio.
Hasta que la brisa, el agua, el sol y el mar devuelvan al fin el sosiego.

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