Sentimiento heredado

Recién casados mis padres partieron hacia Guinea. Sin teléfono, ni radio, ni prensa. Llegaron a la tierra del continente vecino para llenar sus vidas de experiencias. Embarcaron en el puerto de Barcelona, en el Domine, y haciendo escala en Valencia, desde allí navegaron a Cádiz, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Monrovia, Lagos, Santa Isabel hasta llegar a Bata. Total veintisiete días de travesía. Se establecieron en una de las primeras casas construidas con ladrillo. Las habituales eran de barro y techo de nipa. Tuvieron el privilegio de adosarle un generador eléctrico. Los nativos, 
hechizados por el embrujo de la luz, como en un ritual, bailaron toda la noche a ritmo del balele y al compás del tam-tam. Mis padres escribieron su historia familiar durante años en aquellas tierras, hasta mi nacimiento. El paludismo y las deficiencias en mi crecimiento les obligó, por resguardar mi salud, regresar a la península. Me enseñaron a querer a África, a sentir hondo la tristeza de su abandono en el negro destino de su piel maltratada, curtida a base de desprecios. Llevo años viajando a ese destino. Presido una organización sanitaria que quiere sembrar el germen de la solidaridad en la mermada expectativa de vida de la infancia. Junto con mi corazón llevo mi admiración por aquellos, como mis padres, que abrieron camino en la historia de África, colaborando, todo lo que está a su alcance, en el bienestar de sus gentes.



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