Había una vez un país caído en desgracia. Una península al sur de Eutopa, llamaba Estaña. Poblado de habitantes asentados en un pasado vetusto por el caos de un gobierno en descrédito y atrapados en una Torre de Babel. Dominado bajo el yugo de un país vecino godo, que arrastraba al pueblo hacia la miseria.
Un cazador de trompas que se caía, reinaba en un trono debilitado. Por consorte tenía una reina de sonrisa diplomática, que había aprendido a llevar en vez de corona, una diadema de cuernos de reno, para protegerse de los duros acontecimientos que agitaban la Corte.
Tenían tres hijos.
Una princesa triste ¿qué no tendría la princesa? que minaba su inteligencia, puesta en duda por el pueblo; la otra, que acabaría desterrada a los confines del desierto por la traición de su esposo, al país; y el único hijo varón, apuesto príncipe, esperanza de la monarquía, que contrajo matrimonio con una plebeya, que se convirtió en princesa desfigurada y quedó trasparente de pura delgadez.
Este país, caído en desgracia, un día resurgió, cuando el pueblo unido eliminó a los ineptos.
Colorín, colorado hasta aquí, el cuento del principado.