Ir al contenido principal

Dulce y amargo

DULCE Y AMARGO


La leche condensada era un placer para el paladar
 y para mi, las primeras traiciones de mi hermano.



La leche condensada era un placer para el paladar, una cucharada de dulzura espesa y gloriosa. Pero para mí, era también una de las primeras traiciones de mi hermano. 
 El ritual era siempre el mismo. Él, con sus manos de niño grande, tomaba el bote de leche condensada de la alacena. Con el abrelatas, hacía un agujero en la tapa de metal. No uno, sino dos, para que el líquido dorado fluyera con facilidad. Yo lo observaba, con los ojos bien abiertos y la boca salivando. 
Me dejaba probar, sí, pero era una miseria, apenas una gota que me resbalaba por la lengua. Mientras yo saboreaba ese instante de paraíso, él se apoderaba del resto, cuchara a cuchara, hasta que el bote quedaba casi vacío. 
 Cuando mi madre se daba cuenta, su ceño se fruncía y su voz se endurecía. "¿Quién se ha comido la leche condensada?", preguntaba, y el corazón se me encogía. Mi hermano, con una serenidad pasmosa, me señalaba con el dedo. "Ha sido ella, mamá", decía, con su mejor cara de inocente. Y la verdad era que la culpa recaía sobre mí. Mi madre no me creía, y su decepción me dolía más que cualquier castigo. Así, el dulce sabor de la leche condensada se mezclaba con el amargo de la injusticia y la traición.

Comentarios