La niña de las gafitas






 La niña de las gafitas

Corría el año 1945 cuando un joven recién casado inició su vida en común con la mujer a la que amaba, viajando hacia un nuevo continente para llenarse de experiencias en Bata, la capital de la entonces llamada Guinea Española.
En el puerto de Barcelona embarcaron en el buque español “Domine”, de la Compañía Transmediterránea, que hacía la travesía de la línea del golfo de Guinea. Navegaron durante veintisiete días, haciendo escala en Valencia y recalando en Cádiz, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Monrovia, Lagos, Santa Isabel hasta llegar a Bata, la capital.
Allí se establecieron en una de las primeras casas construidas con ladrillo. Hasta entonces las habituales de los indígenas eran de barro y techo de hojas de nipa. Habilitada con un generador de corriente eléctrica que causó tanto asombro entre los nativos, que hechizados por el embrujo de la luz, todas las noches bailaban como un ritual, a ritmo del balele y al compás del tam-tán.
La pareja construyó su historia familiar durante unos años en aquellas tierras. Allí nací y viví hasta que se presentaron unas deficiencias en mi salud. Arrastraba un síndrome de debilidad tras padecer el paludismo y al no tolerar aquel clima tropical, mis padres se tuvieron que plantear el regreso a la Península. 
Y así fue.
Nos fuimos a vivir a Madrid. 
¿Quién le iba a decir a mi padre que había que empezar de nuevo? Cambio de ciudad, de casa, de trabajo. Una nueva vida.

Las fiebres me ocasionaron desnutrición, y esta me afectó a la parte motora de los músculos oculares. Fui desarrollando un estrabismo. Sí, me quedé bizca. Mientras un ojo miraba al norte, el otro, haciéndose el desentendido, miraba al este. Ahora, siendo setentona, quisiera tener la capacidad de esta tropía, y mirar para otro lado, porque las cosas que veo de frente no me gustan. 
El tema de mi estrabismo se tenía que resolver a tiempo, no solo por la desviación manifiesta de la mirada, sino para no desarrollar una falta de visión en el ojo perezoso, por falta de uso. Prevenir la ambliopía y restaurar la visión binocular, era el objetivo. Y así pasé un tiempo como una pirata, no por filibustera, sino por llevar el ojo bueno tapado con un parche, y el ojo malo entrenando cada día para no perder agudeza visual. 
¿Quién le iba a decir a esa niña de cuatro años que tenía un ojo vago, que debía de aguantar el trasiego de tapa y destapa parches, para que al final de tanto estímulo acabara teniendo un ojo malo y sin visión?

Con cinco años, en 1957 viajamos a Barcelona para que el cirujano oftalmólogo interviniera quirúrgicamente mi ojo bizco. Todo fue bien, tal como estaba previsto. Devolvió el paralelismo a mis ojos. Llevé gafas para corregir la merma de visión de mi ojo vago. 
Y con ellas mi padre me fotografió. Era Semana Santa. Estrenaba un vestido a cuadros con falda plisada confeccionado por mi madre. En una mano lucía la palma, que según la tradición había que llevar a bendecir a la Iglesia. Con gafas, pelo corto y un flequillo de corte recto, no parecía contenta en aquella foto. No recuerdo nada de aquel día. Tal vez estaba contrariada por no entender que en Domingo de Ramos se tuviera que ir a una procesión y a una misa a bendecir una filigrana de palma que me acababan de comprar y que días después tenía que ser quemada para convertirla en cenizas.

En el año 90, murió mi padre. 
¿Quién me iba a decir que encontraría aquella foto escondida en su cartera? 
La había llevado consigo toda la vida. 
Una imagen en blanco y negro que le tengo cariño. Siempre que la miro siento la magia que él tenía, la que transforma mi rostro triste por otro que luce una sonrisa, la que siempre me regaló cada vez que me miraba.



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