Aquel año me escapé unos días sola para estrenar un apartamento y desconectarme del trajín de la ciudad. Rodeada de árboles y sin ruidos necesitaba dormir a pierna suelta en mi primera noche.
No sabía que, como sonido de fondo, tendría los gemidos de un atrevido encaramado a una rama de árbol cercana a la terraza.
No dormí ni una hora seguida.
Al amanecer, ideé un artilugio desde la barandilla de la terraza hasta el árbol con el palo de la fregona atado a continuación al cepillo de barrer, a modo de puente, para invitar al causante de mis desvelos a pasar a mi casa.
Asustado e indefenso, tras varios intentos fallidos, aceptó la amable propuesta y por fin, recorrió el puente que le llevaría hacia mi. Su salvación.
¿Quién iba a decirme que así entraría en mi vida aquel diminuto ser cariñoso que tendría por compañía?
Me encantó sentir el runruneo y el calor de su pelo en mi cuello.
Como en toda relación, hasta conocerse mejor, sobrevienen las dudas, y yo entonces me preguntaba; cuántas vidas tendría aquel gato junto a mi.
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