Controlada por la sanidad privada y ante la dificultad de expenderme una receta del tratamiento recomendado, por parte de la doctora de cabecera, (que al final si me hizo), porque es un tratamiento “muy caro”, decidí ser visitada por la sanidad publica.
Durante el año anterior y por trece meses, de mi bolsillo salieron, mensualmente 168 euros cada 28 días. El coste del tratamiento inicial. Para el nuevo tratamiento, un inyectable cada seis meses, cuyo coste es de 240 euros, estando financiado por la seguridad social, y siendo pensionista, me ponen trabas.
Cursé un volante para el especialista y al cabo de siete meses recibo la citación en el hospital de referencia de mi zona. A la hora prevista y con puntualidad me encontraba ante la puerta de la consulta tras haberme hecho minutos antes la prueba especifica para saber en qué estado siguen mis huesos tras el tratamiento. En la sala de aspecto impecable del hospital, de suelos de mármol y paredes de madera, mientras espero, se discute el administrativo de recepción, con una paciente que acaba de llegar. La señora solicita visita urgente y dice que le dijo el medico que se presentara a primera hora ante el mostrador. Se desató un toma y daca absurdo y de falta de entendimiento: “que si no lleva el volante, que si así no se puede venir, que si a mi el doctor me dijo que viniera directamente, que si yo cumplo con mi obligación, y no tendría que admitirla, que si yo no tengo la culpa...que si, que si...¡Qué hartura! y esto nada más empezar la jornada porque eran las 8’10 de la mañana. No quiero imaginarme al final de las horas de trabajo, el grado de saturación que tendrá este “funcionario” administrativo si empieza la jornada con estos modos. A mi parecer sin razón alguna. Ante una consulta, llaman varias veces a una paciente que todavía no ha llegado, y en un momento se ponen ante la puerta dos, cuando sale la enfermera despotrica diciendo “antes no había nadie y ahora todas a la vez, pues tendrán que esperarse”. Constato que el personal está excitado o he topado con la planta de “los bordes reunidos”. Todavía estaba por llegar, en exclusiva para mi, el plato fuerte.
Me da tiempo de leer el periódico entero cuando por el altavoz oigo mi nombre: ”pase por la consulta 23”. Se abre automáticamente la puerta y entro. Me encuentro al facultativo hablando por teléfono. Ni me mira, ni me saluda, ni me hace ningún gesto con el que yo pudiera pensar que se ha percatado de mi presencia. Me siento. Saco el informe que llevo para él y lo coloco sobre la mesa.
Más de un minuto estuvo en conversación. No hablaba de trabajo, que aún hubiera sido tolerable, no, era una conversación personal, ronronera, diría yo. Eso si me molestó. Fui un ente trasparente el que entró en aquel despacho.
Cuando colgó. Tampoco me miró, siguió ante una pantalla de ordenador y sus primeras palabras fueron: ¿a ver que tenemos aquí?. Lo que sigue tiene una sola lectura “un infame trato, ofensivo, distante, contrariado....”, a punto estuve de levantarme y marchar. Solo en un momento final de la conversación y sabiendo que era enfermera, se dignó mirarme y hablarme dirigiéndose a mi por mi nombre. El daño estaba hecho. Salí de su consulta decepcionada. Una vez en la calle me entró la llorera.
Esto es tan solo una parte de mi experiencia en visitas medicas. Historias para no dormir ¡ si yo os contara! . Mucho mármol en los suelos, mucho diseño en las salas, mucha tecnología, y mucho
imbécil, como el “perro pachón” que me encontré, que se llama doctor.
Pensar que he trabajado cuarenta años en la Seguridad Social y ahora que soy quien lo necesito y que tan solo pido un trato igual o parecido al que yo ofrecí estando en activo. No ha sido así.
¡Que pena!
Durante el año anterior y por trece meses, de mi bolsillo salieron, mensualmente 168 euros cada 28 días. El coste del tratamiento inicial. Para el nuevo tratamiento, un inyectable cada seis meses, cuyo coste es de 240 euros, estando financiado por la seguridad social, y siendo pensionista, me ponen trabas.
Cursé un volante para el especialista y al cabo de siete meses recibo la citación en el hospital de referencia de mi zona. A la hora prevista y con puntualidad me encontraba ante la puerta de la consulta tras haberme hecho minutos antes la prueba especifica para saber en qué estado siguen mis huesos tras el tratamiento. En la sala de aspecto impecable del hospital, de suelos de mármol y paredes de madera, mientras espero, se discute el administrativo de recepción, con una paciente que acaba de llegar. La señora solicita visita urgente y dice que le dijo el medico que se presentara a primera hora ante el mostrador. Se desató un toma y daca absurdo y de falta de entendimiento: “que si no lleva el volante, que si así no se puede venir, que si a mi el doctor me dijo que viniera directamente, que si yo cumplo con mi obligación, y no tendría que admitirla, que si yo no tengo la culpa...que si, que si...¡Qué hartura! y esto nada más empezar la jornada porque eran las 8’10 de la mañana. No quiero imaginarme al final de las horas de trabajo, el grado de saturación que tendrá este “funcionario” administrativo si empieza la jornada con estos modos. A mi parecer sin razón alguna. Ante una consulta, llaman varias veces a una paciente que todavía no ha llegado, y en un momento se ponen ante la puerta dos, cuando sale la enfermera despotrica diciendo “antes no había nadie y ahora todas a la vez, pues tendrán que esperarse”. Constato que el personal está excitado o he topado con la planta de “los bordes reunidos”. Todavía estaba por llegar, en exclusiva para mi, el plato fuerte.
Me da tiempo de leer el periódico entero cuando por el altavoz oigo mi nombre: ”pase por la consulta 23”. Se abre automáticamente la puerta y entro. Me encuentro al facultativo hablando por teléfono. Ni me mira, ni me saluda, ni me hace ningún gesto con el que yo pudiera pensar que se ha percatado de mi presencia. Me siento. Saco el informe que llevo para él y lo coloco sobre la mesa.
Más de un minuto estuvo en conversación. No hablaba de trabajo, que aún hubiera sido tolerable, no, era una conversación personal, ronronera, diría yo. Eso si me molestó. Fui un ente trasparente el que entró en aquel despacho.
Cuando colgó. Tampoco me miró, siguió ante una pantalla de ordenador y sus primeras palabras fueron: ¿a ver que tenemos aquí?. Lo que sigue tiene una sola lectura “un infame trato, ofensivo, distante, contrariado....”, a punto estuve de levantarme y marchar. Solo en un momento final de la conversación y sabiendo que era enfermera, se dignó mirarme y hablarme dirigiéndose a mi por mi nombre. El daño estaba hecho. Salí de su consulta decepcionada. Una vez en la calle me entró la llorera.
Esto es tan solo una parte de mi experiencia en visitas medicas. Historias para no dormir ¡ si yo os contara! . Mucho mármol en los suelos, mucho diseño en las salas, mucha tecnología, y mucho
imbécil, como el “perro pachón” que me encontré, que se llama doctor.
Pensar que he trabajado cuarenta años en la Seguridad Social y ahora que soy quien lo necesito y que tan solo pido un trato igual o parecido al que yo ofrecí estando en activo. No ha sido así.
¡Que pena!
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