Cada dia enfilaba la cuesta abajo para ir a trabajar, mientras iba escuchando a un joven que, al final de la calle, tocaba la guitarra.
Al llegar a su altura, depositaba calderilla en su gorra e intercambiábamos una sonrisa.
Siempre me pareció triste sobrevivir de manera tan precaria.
Hoy, la gorra de penosos sudores, que recoge alguna sonrisa, es la mía.
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