Ella me sorprendió.
Me insistía.
Decía que era un pensamiento meditado con el tiempo.
Sabía que estaba cerca su ocaso y tenia prisa en arreglar el tema antes que se precipitara lo peor.
Quería dejar sus asuntos mejor atados. Mas justamente distribuidos.
Me pareció bien y la ayudé a llevar a cabo su petición.
Se hizo su voluntad ante el notario.
Mis pensamientos ardían en un bullir de ideas desde que aquella decisión ajena alterara mi vida. Durante aquel tiempo mi corazón me decía y mi pareja también, que aquello que me beneficiaba en su totalidad, y que daba su merecido al cerdo por San Martin, no me convenía, que era arriesgado dadas las reacciones violentas que podría generar en la maldad de la persona afectada.
De nuevo al notario.
Lo dejamos todo como al principio: a partes iguales.
Renuncié a bienes materiales con tal de vivir tranquila porque la paz interior no tiene precio.
En los tramites tras el deceso y antes de abrir el acta de últimas voluntades, el gestor de la familia viendo las fechas tan seguidas de los testamentos, creyó que había pasado todo lo contrario, que se habían puesto los bienes a mi favor (el que mal hace, mal piensa) y ante su advertencia, tuvo que ser mi abogada quien pusiera en su conocimiento lo verdaderamente ocurrido.
Si no hubiera sido por mi si que se hubieran quedado desheredados. Es lo que se merecían.
El último dia que los vi, sudando como pollos, se llevaban frotándose las manos, su lotes.
¡Qué asco!
Derechos todos, obligaciones ninguna.